"La artesanía nos ayuda espiritual y psicológicamente"

Hija de padre y madre pertenecientes a pueblos étnicos rapicoshec (originarios Qom), Ruperta Pérez llegó a Rosario en 1985. Desde entonces continuó transmitiendo y difundiendo sus conocimientos artesanales, que volverá a compartir en el Taller de Cestería Indígena que el 26 y 27 de agosto se realizará en el Museo Gallardo del Ministerio de Cultura.

(Texto y fotos: Violeta Paulini) Ruperta Pérez nació en Miraflores, en el Impenetrable chaqueño, donde aprendió el arte de la cestería con fibras vegetales. Migró desde el monte a Rosario en el año 1985 y habitó en diversos barrios de la ciudad, hasta asentarse junto a otros integrantes de la comunidad Qom en Rouillón al 3000. Hacia allá fuimos para conversar sobre sus saberes y su historia, en el marco del Taller de Cestería Indígena que ofrecerá en el Museo Gallardo, los días 26 y 27 de agosto (con cupos agotados). Ruperta nos recibe a puertas abiertas, entre mates y familiares que circulan por la casa; esa del lapacho en la puerta, aquel que trajo de sus pagos en alguna visita y le recuerda la belleza de Miraflores. Si bien el panorama ha cambiado, los tejidos siguen en la mesa, algunos cestos a medio hacer y un mechón de fibras se enrula entre las manos, mientras comenzamos una conversación en castellano que se embellece de a ratos con la sonoridad de la lengua Qom.

– Ruperta, ¿dónde comienza tu historia?

– Mi nacimiento fue en el monte, en el lote 26. Mi mamá y mi papá eran parteros y atendían a la comunidad. Uno de mis abuelos era “piogonaq`”, el referente de la comunidad que sabe las medicinas tradicionales, cómo hacer los procedimientos, qué plantas usar, la proporción, cómo preparar geles para infecciones, medicamentos para hemorragias en el nacimiento. Todas esas cosas él enseñaba a la comunidad, que le retribuía con alimentos, en intercambio. Soy descendiente Pilagá por parte de mi papá -originario de la comunidad de Rincón Bomba- y Qom por parte de mi mamá, de la zona de Chacho. Por eso lo que soy, una mezcla.

– ¿Cómo aprendiste a tejer?

– No lo aprendí en la escuela ni en la universidad, sino que fue un aprendizaje desde el pueblo originario. Somos familia de tejedores y tejemos desde muy chicos. Aprendí como algo lúdico, como una manera de jugar con mis abuelos, mi mamá o mi papá. Me acuerdo que mi abuela nos tejía los telares para cubrirnos. Nos enseñaba a la noche, cuando estaba clarita la luna, porque allá no hay luz eléctrica. Hacíamos el hilado y al otro día con eso se iba confeccionando el poncho. Cuando ella descansaba nos enseñaba cómo teníamos que hacer. Así fuimos aprendiendo. Lo que una tejía era para uso propio y después, bueno, a la gente “roche” le gustó y empezó el boom de la venta.

– ¿En qué momentos tejían?

– El tejido para nosotros está relacionado con el tiempo; si está nublado, si está lloviendo o si hace mucho calor. Con 40º de temperatura, por ejemplo, aprovechamos para un cierto tipo de trabajo, como secar algarrobo e ir almacenándolo, haciendo harina. Cuando está nublado o lloviendo hacemos otras cosas, otras artesanías. Así vamos variando y produciendo en el año. Cada estación tenemos ese sentido de valorar lo disponible, tiene que ver con el tiempo y la cosmovisión. Por ejemplo, en qué luna vamos a buscar los materiales, a arrancar las fibras, a recolectar los frutos. Todo tiene un tiempo y un significado, como un ritual. Así es la vida de los pueblos originarios que vivieron en el monte.

– ¿Tejer es una práctica característica del género femenino?

– No, tejemos tanto mujeres como hombres. Se va transmitiendo de generación en generación y oralmente, porque no se escribe. Comprendemos e interpretamos las distintas formas, todo tiene un porqué. Según el estado de ánimo y el momento de cada persona, va saliendo el dibujo. Por ejemplo, el Wichí tiene otra forma de expresarse en su artesanía. Yo ahora me dedico a representar lo que hay en esta zona, hago por ejemplo canastos con peces, con la bota de Santa Fe.

– ¿Hay varios tipos de tejido?

– Sí, hay variedad de fibras naturales: fibras de cardo gancho, palma, chagua, de plantas familiares a las bromelias, con la que se hace el tejido de la yica. Lo más común era el tejido de nudo, todos sabían hacerlo. Mi abuela se ve que tenía un relacionamiento con alguna gente criolla y empezó a armarse de telares y me parece que dio un giro en el tiempo del boom del algodón. Nosotros tejíamos redes para la pesca -porque estábamos sobre el río Bermejito- y también para las hamacas de los bebés. Cada uno hacía su elección. A algunos les gustaba más buscar la miel, el almacenamiento del alimento, a otros les gustaba hacer procesos de búsqueda de material. Y así… no se nos obligaba a aprender, teníamos libertad. Cuando conocimos la escuela, le entregamos nuestra capacidad y disposición, ahí conocimos la diferencia.

– ¿Cómo fue tu experiencia en la escuela?

– Nací en el año `57 y llegué a la escuela en 1962, yo era chica. Mi viejo era muy sociable y sabía hablar la lengua española. Aprendió en una estancia de la zona, y ahí supo leer y escribir. Luego nos inculcó esos aprendizajes, porque mi mamá no sabía ninguna palabra. Teníamos una carreta en la que nos llevaba a nosotros y a todos los chicos de la comunidad a la escuela, nos esperaba y nos traía de vuelta. Era un trabajo comunitario que él hacía. Ahí nos daban la educación formal de los blancos, porque en ese tiempo ni por casualidad había afinidad con los pueblos originarios, su perspectiva o su lengua. Me han tratado mal, pero de esa manera también obtuve la posibilidad de leer, escribir y hablar con ustedes ahora la lengua que estoy hablando. Fue una estrategia y tuve que resistir. Yo aprendo de ustedes y ustedes tienen que aprender lo mío, como un intercambio. Pero en ese tiempo había cero empatía, eras un «indio de mierda»; muy hostil el trato.

– ¿Regresás al monte?

– Voy cada tanto porque necesito de los materiales, también del tiempo y de estar con mi familia. Una no vive al aire, sin dirección ni compromiso, tenemos una responsabilidad. Lamentablemente hoy por hoy el monte está devastado. Nos da tristeza ver que mucha gente que vive de esto, sufre de hambre y desnutrición. El pueblo Qom, Wichi, Mocoví, toda esa gente sufre porque con el extractivismo y las empresas, el monte ya no está más.

Mientras conversamos con Ruperta en torno a la mesa, Ana -una de sus hijas – nos comenta sobre las visitas a Miraflores y las mañanas en las galerías de las casas, ya entrando al barrio originario: «Una llega y las chicas ya están en el sol, con todo el artefacto y los niños. Ellas se toman el compromiso de empezar el día tejiendo, desde la noche dejan los materiales preparados. Es el momento más lindo, la tortita dando vueltas en el fuego, las chicas con el mate. Hoy tratamos que nuestros hijos no pierdan eso y los llevamos cada año. Voy todos los eneros, aunque la época más linda es julio. Nos vamos al campo a cazar, hacemos comida para todos».

– Ruperta, ¿cómo era su forma de habitar el espacio?

– Nosotros no teníamos alambrado, no teníamos frontera; las divisiones políticas las hicieron los “roche”, los blancos. Formosa no era Formosa, ni Chacho era Chaco, no existía esa demarcación territorial. A través de un tratado, hace muchos años le dieron a mi abuelo el croquis de las tierras, donde comenzaron a establecer que ese territorio era de los Qom y Wichi. Después fueron llegando los blancos -es lo que nos cuentan a través de la oralidad-. Mi abuelo siempre nombraba que en el `36, `40, más o menos, ya se daban conflictos por el territorio de Chaco con Paraguay. Él era cacique junto a otros líderes que conocían el territorio y lo defendían. Vivíamos en diez mil hectáreas, tengo el plano que me dio mi papá antes de fallecer. Él luchó para que esas hectáreas no se vendan, para que el gobierno no las expropie, que no se loteen para otro fin. En el 95, Doña Zulma Closter, quien había sido mi maestra en la primaria, junto a otra gente que aparentemente vino de Europa, se apropiaron de un lote de los Wichi. Fue el primer desalojo. El señor comenzó a alambrar y dentro había originarios. El campo es abierto, si sabemos que es nuestro ¿para qué lo vamos a alambrar? Los alambrados llegaron con esta gente que vino de afuera, gente no originaria. Lo que pasa es que ese lugar es tan hermoso, no sabés el lapacho que hay ahí: blanco, amarillo, fuccia… Es un lugar muy codiciado.

– ¿Cómo fue que migraste a Rosario?

– Llegué en el año 85, en el proceso de retorno de la democracia. Vine con mis tíos y primas. Acá ya vivían familiares y estaban instalados. El Golpe de Estado nos influyó mucho y por eso tuvimos que migrar, no porque quisiéramos. Algunos fueron a Santa Fe, Buenos Aires, Córdoba. También quedó gente resistiendo allá, para no perder la tierra y el lugar de origen. Me vine a los 27 años y empecé a ir a los parques, juntaba semillas y trabajaba con eso. Fuimos migrando en una ciudad grande, donde hoy por hoy se pierden las lenguas originarias. En el `91 nos trasladaron acá -Rouillon al 3000-. Para entonces no había tapiales y éramos libres. Fue un tremendo choque cultural. Yo tuve seis hijos, cuatro nacieron allá y dos acá. Tuve muchos problemas con los hospitales, venía del parto natural en casa, pero tenía que preservar mi vida y la salud de mis hijos. Allí nació mi militancia sobre el parto natural. Hoy los parientes ya no vienen a quedarse, vienen solo a pasear. Nosotras volvemos todos los años y en todo momento, y pienso en quedarme allá cuando me jubile, quiero dedicarme a escribir un libro en lengua Qom, a traducir y continuar con la artesanía mientras me de el cuerpo.

– ¿Cómo se transformó la práctica del tejido en Rosario?

– Nunca dejé de tejer, siempre tejí y así estoy, somos transmisoras de ese arte y artesanía. A algunos les interesa y a otros no. Puede ser por la falta de materiales o por el cambio de ambiente. Acá encontramos totoras por la calle Sorrento, otras fibras con las que hacer canastos, bolsos, porta termos, sombreros, recipientes o esterillas para la playa, para que no se pierda nuestra cultura. Cuando llueve o hay paro tejo, sino a la noche un rato. Los años de pandemia afectaron mucho la vida comunitaria y entre toda la familia nos ayudamos. Acá es otro lugar, otro contexto y la cestería nos ayuda espiritualmente.

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